epígrafe

Jesús es la respuesta
siempre y cuando
la pregunta no sea
cuál es el peso atómico del cadmio.

–Ángel Ortuño.

21 de octubre de 2010

Despertar 33




Z despierta con tiempo de sobra, se arregla sin contratiempos, sube a un microbús con lugares desocupados y no encuentra tráfico en el camino.
En el elevador se entera de que el supervisor de área no estará en todo el día.
El mundo parece recién pintado.
Saca la taza del microondas y se encamina a su cubículo. Avanza por el pasillo con su mochila en una mano y el café en la otra.
Cerca de su escritorio, dos mujeres platican y acarician a un perro diminuto que una de ellas trae en brazos.
Cuando Z está a dos metros de su lugar, el calor de la taza se vuelve insoportable. Arroja su mochila sobre la silla y toma el asa con la mano que ahora le queda libre.
Segundos después se escucha un grito agudísimo que se encaja en cada centímetro de aire. Z se sobresalta y derrama el café hirviendo en su pantalón.
Aprieta los dientes para no quejarse.
La mujer del perro grita y solloza a todo volumen, la otra mira a Z con ojos afilados, toma al perro y le unta la oreja en el lomo.
–Está muerto.
Escupe cada palabra sin dejar de mirar a Z.
Él trata de secar con una servilleta la mesilla caliente y húmeda que se le pega a las piernas. La mujer continúa hablándole con tono metálico.
–Le dio un infarto por tu culpa.
Z deja de secarse. –¿Qué? La mujer alza la voz –El ruido de tu mochila lo exaltó y le provocó un infarto.
Z siente como el café se enfría en sus piernas y un escalofrío le recorre la espalda.
La dueña del perro trata de insultarlo pero el llanto no la deja articular las palabras.
Z imagina el sistema circulatorio del perro colapsándose; el corazón reventado y ennegrecido como el cañón de un rifle.
Siente que algo le jalonea el estómago, espasmos que le sacuden los hombros y se escucha reír por encima de los gritos de indignación. Por encima de los berridos de la dueña del perro. Por encima de los pasos de gente que se acerca corriendo.
Todavía ríe diez minutos después mientras un guardia de seguridad lo escolta a la salida del edificio.

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