Desde que vamos en el taxi, voy contándole historias a Bren sobre los lugares por los que pasamos pero sobre todo me sorprendo con los que desaparecieron o han cambiado: la farmacia que ahora es OXXO, la tiendita que ahora es farmacia, las casas que han cambiado de color y las calles que han cambiado de sentido.
Vamos a la casa donde pasé los primeros veinte años de mi vida. Las calles huelen igual que cuando me fui, si es que eso es posible.
Cuando estamos a punto de tocar el timbre, un hombre de traje se detiene en la puerta de la casa contigua y nos mira. Tardo unos segundos en reconocerlo, es Ricardo, el único amigo que tuve en la cuadra cuando era niño. Se acerca a saludarme y veo las entradas en la cabeza, los cañones de la barba a medio crecer. Me cuenta que se licenció en Derecho y que ahora trabaja en la asamblea del PAN. Prometemos llamadas para tomar café que nunca sucederán.
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Todos los techos están carcomidos por la humedad y el tirol cede a huecos larguísimos de cemento desnudo.
Las certificaciones de los cursos de cerámica que le daban a mi madre cuando era maestra todavía abarrotan las paredes de pasillos y escaleras.
Antes de llegar al segundo piso nos detenemos y mi hermano nos señala un muro donde hay dos dibujos de las tortugas ninja que hice cuando tenía nueve años.
Las ausencias también se ven, los lugares donde hubo cuadros y muebles son ligeramente más claros que las otras zonas del yeso. Estos vacíos en la casa son cómo las partes que no recuerdas de un sueño.
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Subimos al cuarto de la azotea donde jugaba a ser estrella de rock cuando era adolescente. Ahora está lleno de cajas llenas de libros, cables y papeles amalgamados a fuerza de mojarse y secarse una y otra vez; la mitad del techo está vencida por completo.
Giro un teléfono empotrado en la pared y este da lugar a un agujero en el muro del que saco una bolsa zip-lock que todavía contiene ramas y semillas de marihuana. Se la muestro a Bren y sonrío.
Cuando nos vamos, mi hermano cierra la puerta detrás de nosotros. Ésta sigue tapizada de letreros robados de restaurantes y centros comerciales.
Vamos a la casa donde pasé los primeros veinte años de mi vida. Las calles huelen igual que cuando me fui, si es que eso es posible.
Cuando estamos a punto de tocar el timbre, un hombre de traje se detiene en la puerta de la casa contigua y nos mira. Tardo unos segundos en reconocerlo, es Ricardo, el único amigo que tuve en la cuadra cuando era niño. Se acerca a saludarme y veo las entradas en la cabeza, los cañones de la barba a medio crecer. Me cuenta que se licenció en Derecho y que ahora trabaja en la asamblea del PAN. Prometemos llamadas para tomar café que nunca sucederán.
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Todos los techos están carcomidos por la humedad y el tirol cede a huecos larguísimos de cemento desnudo.
Las certificaciones de los cursos de cerámica que le daban a mi madre cuando era maestra todavía abarrotan las paredes de pasillos y escaleras.
Antes de llegar al segundo piso nos detenemos y mi hermano nos señala un muro donde hay dos dibujos de las tortugas ninja que hice cuando tenía nueve años.
Las ausencias también se ven, los lugares donde hubo cuadros y muebles son ligeramente más claros que las otras zonas del yeso. Estos vacíos en la casa son cómo las partes que no recuerdas de un sueño.
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Subimos al cuarto de la azotea donde jugaba a ser estrella de rock cuando era adolescente. Ahora está lleno de cajas llenas de libros, cables y papeles amalgamados a fuerza de mojarse y secarse una y otra vez; la mitad del techo está vencida por completo.
Giro un teléfono empotrado en la pared y este da lugar a un agujero en el muro del que saco una bolsa zip-lock que todavía contiene ramas y semillas de marihuana. Se la muestro a Bren y sonrío.
Cuando nos vamos, mi hermano cierra la puerta detrás de nosotros. Ésta sigue tapizada de letreros robados de restaurantes y centros comerciales.
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